ODIO LOS FINES DE SEMANA
Belén Reyes Redondo
Odio los fines de semana. Mi estado interior es tan deficiente que, al no tener las horas ocupadas, se convierte en un auténtico viaje kamikaze.
Viernes medio día, llegar a casa. La tarde comienza a crecer como una lengua que me ahoga. Enciendo la televisión. Me trago una película hortera que incluso, a veces, me hace llorar, y si hay persecuciones o intrigas consigue que me muerda las uñas, maltratadas ya seriamente durante veintinueve años.
Cualquier cosa me provoca sensaciones que me cuesta mucho sostener, debido al estado interior en el que me encuentro. Es como si el fascista del tiempo hubiese dado un golpe de estado en el país de mi pecho y, a ciertas horas, cuando me encuentro en toque de queda, ningún sentimiento, recuerdo, duda o pensamiento, se atreviese a pasear por mi interior.
Y me quedo desierta; sentada en el salón, con los ojos postizos de tanto mirar las mismas cosas: las estanterías con los libros, que se supone han colaborado a ser lo que soy. Las fotografías. Las cintas de música. Los juguetes que colecciono, como niños muertos. La estufa que cada dos por tres se cae, porque la sostiene un pie que no es el suyo. El altar que tengo encima de un tronco con estampitas del Sagrado Corazón, varias cruces estrambóticas, dos serpientes de arcilla, un dios indio de mármol comprado en el Templo de los Monos en Jaipur, un coche de hojalata, un llavero, un cazo de sopa al que se le rompió el mango con una vela dentro, una virgencita de plástico metida en una especie de supositorio transparente, que en la oscuridad luce y da un poco de cosa...Y un hacha que era de mi abuela clavada en mitad de todo ello. La verdad es que mi altar es lo más parecido a mí, parece el coño de la Bernarda, abierto a todo, encendido todo. Y un doloroso hachazo en el centro.
Y así me quedo con los ojos postizos de tanto mirar este espacio loco que ya me conoce y sabe, que antes de que cierre la frutera que vende de todo o el bar del mariquilla, bajaré a comprar cerveza y tabaco, aun a sabiendas de que se ha terminado la leche y el papel higiénico.
Y como un rito me pondré la cerveza y encenderé las velas de mi altar y una varita de sándalo, y tal vez me ponga una música triste de piano. Beberé cerveza ante mi cuaderno sobre el cual abortaré versos no deseados. Después miraré fijamente la televisión apagada o la hora parpadeante del vídeo, y empezaré a preocuparme por la hora que es y aún no ha llamado quien deseo con toda mi vida que lo haga.
Entonces, ya cargadita de cerveza, me endemoniaré mirando el teléfono e imaginaré que el cable se mueve y eso quiere decir que de un momento a otro va a sonar. Comenzaré a hacer neuróticos juegos mentales, como por ejemplo: si se me cae la ceniza del cigarro en esta posición, ya no llama; o si esta canción acaba antes de contar cincuenta, ya seguro que no.
Y mientras sigo inventando neuróticos juegos y haciendo trampas y trampas, de pronto sonará el teléfono al compás de mi taquicardia. Y al cogerlo oiré la voz de mi madre, pausada y como de una lana suave. Y me dirá:-¿qué haces? ¿cómo no sales?¿estás sola?-. Y yo la escucharé con cariño los primeros segundos, pero después dejaré de escucharla porque estaré pensando que, tal vez, en ese preciso momento me estén llamando y si está comunicando ya no me volverán a llamar. Entonces aceleraré la conversación, y mi pobre madre no podrá terminar de contarme la causa de esas profundas ojeras que advertí en su rostro hace dos días, cuando vino a traerme al trabajo, como a menudo hace, una bolsa de Simago llena de comida.
Seguiré endemoniada con el teléfono. Y cuando esté lo suficientemente borracha, marcaré el teléfono de mi primer amor y colgaré. O llamaré algúna amiga y le contaré cosas de las que no me acordaré al día siguiente.
Y correrán por las calles de mi pecho, aun con el toque de queda, todos los sentimientos y pensamientos que ni la dictadura más sólida puede someter. Y veré al ejército del dolor ametrallando cruelmente sus carreras. Y sentiré desplomarse sus cuerpos dentro de mí, lívidos, ya sin peso. Y lo que fue amor, deseo o esperanza, ya no será nada.
Caeré en mi cama, exhausta. Y el sábado no querré amanecer, pero amaneceré. Y no querré ducharme, ni peinarme, ni quererme...Tan sólo querré desayunar, pero no habrá leche.
Recogeré de la habitación la montaña de ropa que intimida a las visitas y pondré una lavadora. Su ruido infernal me acompañará toda la mañana.
Y al tender la ropa sentiré las pinzas dentro de mí, sujetando los trozos de mi vida, centrifugada y rota. El sol comenzará a molestarme y me meteré dentro a buscar unas gafas de sol. Y mientras voy sujetando los trozos de mi vida, oiré a la vecina que me dice una de esas cosas sin sentido que se oyen de ventana a ventana mientras se tiende la ropa.
-Parece que hoy no llueve, ¿qué, colganndo la ropa?
No señora, si le parece estoy haciendo unas lentejas acróbatas, le contestaré mentalmente. Y al volverme para regalarle una sonrisa de Tele 5, se quedará espantada al verme con las gafas de sol y el pijama.
Este será el único momento del día que me provoque una sonrisa. Después vagaré por la casa con el pijama puesto todo el día, ya sin gafas de sol, pero con los ojos vueltos hacia dentro, como un zombi. Y sonará y sonará el teléfono, pero ya no lo cogeré.
Al anochecer encenderé de nuevo mi altar, y me sentiré muy sola y lloraré bajito. Y tal vez de madrugada me dé por llamar a New Delhi, como un vampiro egoísta que levanta de la cama a los amigos que más ama, y les chupa la sangre para seguir viviendo.
Llegará el domingo, y a eso de las doce haré un esfuerzo y bajaré por el periódico. Me dedicaré a su lectura con devota alegría, como si hubiese estado alejada del mundo durante mucho tiempo. después inventaré una comida con las pocas cosas que hay en la nevera y me podré a comer mientras Rosa María Mateo me cuenta lo que ha sucedido desde el viernes.
Según doy vueltas al café, me dará por pensar que en la pantalla de nuestros ojos debería existir un presentador enanito, como en el telediario, que informara sin ningún tipo de censura de todo lo que ocurre en el país de nuestro pecho. Esto evitaría el autismo afectivo, y bastaría con mirar a los seres que amamos para que lo entendieran todo.
Ya a la caída de la tarde recordaré con dolor todo lo sucedido desde el viernes a mediodía cuando llegué a casa. Y como una colegiala asustada haré cientos de promesas: dejar de fumar, dejar de beber, dejar de sentir, dejar de amar, dejar de escribir...Mientras cuento las horas que quedan para que llegue el lunes, y los robustos brazos del metro me cojan en volandas y me lleven al cole.
Publicado en Ediciones Torremozas. Colección Ellas también Cuentan. I Antología de Relatos de Mujeres.
Belén Reyes Redondo
Odio los fines de semana. Mi estado interior es tan deficiente que, al no tener las horas ocupadas, se convierte en un auténtico viaje kamikaze.
Viernes medio día, llegar a casa. La tarde comienza a crecer como una lengua que me ahoga. Enciendo la televisión. Me trago una película hortera que incluso, a veces, me hace llorar, y si hay persecuciones o intrigas consigue que me muerda las uñas, maltratadas ya seriamente durante veintinueve años.
Cualquier cosa me provoca sensaciones que me cuesta mucho sostener, debido al estado interior en el que me encuentro. Es como si el fascista del tiempo hubiese dado un golpe de estado en el país de mi pecho y, a ciertas horas, cuando me encuentro en toque de queda, ningún sentimiento, recuerdo, duda o pensamiento, se atreviese a pasear por mi interior.
Y me quedo desierta; sentada en el salón, con los ojos postizos de tanto mirar las mismas cosas: las estanterías con los libros, que se supone han colaborado a ser lo que soy. Las fotografías. Las cintas de música. Los juguetes que colecciono, como niños muertos. La estufa que cada dos por tres se cae, porque la sostiene un pie que no es el suyo. El altar que tengo encima de un tronco con estampitas del Sagrado Corazón, varias cruces estrambóticas, dos serpientes de arcilla, un dios indio de mármol comprado en el Templo de los Monos en Jaipur, un coche de hojalata, un llavero, un cazo de sopa al que se le rompió el mango con una vela dentro, una virgencita de plástico metida en una especie de supositorio transparente, que en la oscuridad luce y da un poco de cosa...Y un hacha que era de mi abuela clavada en mitad de todo ello. La verdad es que mi altar es lo más parecido a mí, parece el coño de la Bernarda, abierto a todo, encendido todo. Y un doloroso hachazo en el centro.
Y así me quedo con los ojos postizos de tanto mirar este espacio loco que ya me conoce y sabe, que antes de que cierre la frutera que vende de todo o el bar del mariquilla, bajaré a comprar cerveza y tabaco, aun a sabiendas de que se ha terminado la leche y el papel higiénico.
Y como un rito me pondré la cerveza y encenderé las velas de mi altar y una varita de sándalo, y tal vez me ponga una música triste de piano. Beberé cerveza ante mi cuaderno sobre el cual abortaré versos no deseados. Después miraré fijamente la televisión apagada o la hora parpadeante del vídeo, y empezaré a preocuparme por la hora que es y aún no ha llamado quien deseo con toda mi vida que lo haga.
Entonces, ya cargadita de cerveza, me endemoniaré mirando el teléfono e imaginaré que el cable se mueve y eso quiere decir que de un momento a otro va a sonar. Comenzaré a hacer neuróticos juegos mentales, como por ejemplo: si se me cae la ceniza del cigarro en esta posición, ya no llama; o si esta canción acaba antes de contar cincuenta, ya seguro que no.
Y mientras sigo inventando neuróticos juegos y haciendo trampas y trampas, de pronto sonará el teléfono al compás de mi taquicardia. Y al cogerlo oiré la voz de mi madre, pausada y como de una lana suave. Y me dirá:-¿qué haces? ¿cómo no sales?¿estás sola?-. Y yo la escucharé con cariño los primeros segundos, pero después dejaré de escucharla porque estaré pensando que, tal vez, en ese preciso momento me estén llamando y si está comunicando ya no me volverán a llamar. Entonces aceleraré la conversación, y mi pobre madre no podrá terminar de contarme la causa de esas profundas ojeras que advertí en su rostro hace dos días, cuando vino a traerme al trabajo, como a menudo hace, una bolsa de Simago llena de comida.
Seguiré endemoniada con el teléfono. Y cuando esté lo suficientemente borracha, marcaré el teléfono de mi primer amor y colgaré. O llamaré algúna amiga y le contaré cosas de las que no me acordaré al día siguiente.
Y correrán por las calles de mi pecho, aun con el toque de queda, todos los sentimientos y pensamientos que ni la dictadura más sólida puede someter. Y veré al ejército del dolor ametrallando cruelmente sus carreras. Y sentiré desplomarse sus cuerpos dentro de mí, lívidos, ya sin peso. Y lo que fue amor, deseo o esperanza, ya no será nada.
Caeré en mi cama, exhausta. Y el sábado no querré amanecer, pero amaneceré. Y no querré ducharme, ni peinarme, ni quererme...Tan sólo querré desayunar, pero no habrá leche.
Recogeré de la habitación la montaña de ropa que intimida a las visitas y pondré una lavadora. Su ruido infernal me acompañará toda la mañana.
Y al tender la ropa sentiré las pinzas dentro de mí, sujetando los trozos de mi vida, centrifugada y rota. El sol comenzará a molestarme y me meteré dentro a buscar unas gafas de sol. Y mientras voy sujetando los trozos de mi vida, oiré a la vecina que me dice una de esas cosas sin sentido que se oyen de ventana a ventana mientras se tiende la ropa.
-Parece que hoy no llueve, ¿qué, colganndo la ropa?
No señora, si le parece estoy haciendo unas lentejas acróbatas, le contestaré mentalmente. Y al volverme para regalarle una sonrisa de Tele 5, se quedará espantada al verme con las gafas de sol y el pijama.
Este será el único momento del día que me provoque una sonrisa. Después vagaré por la casa con el pijama puesto todo el día, ya sin gafas de sol, pero con los ojos vueltos hacia dentro, como un zombi. Y sonará y sonará el teléfono, pero ya no lo cogeré.
Al anochecer encenderé de nuevo mi altar, y me sentiré muy sola y lloraré bajito. Y tal vez de madrugada me dé por llamar a New Delhi, como un vampiro egoísta que levanta de la cama a los amigos que más ama, y les chupa la sangre para seguir viviendo.
Llegará el domingo, y a eso de las doce haré un esfuerzo y bajaré por el periódico. Me dedicaré a su lectura con devota alegría, como si hubiese estado alejada del mundo durante mucho tiempo. después inventaré una comida con las pocas cosas que hay en la nevera y me podré a comer mientras Rosa María Mateo me cuenta lo que ha sucedido desde el viernes.
Según doy vueltas al café, me dará por pensar que en la pantalla de nuestros ojos debería existir un presentador enanito, como en el telediario, que informara sin ningún tipo de censura de todo lo que ocurre en el país de nuestro pecho. Esto evitaría el autismo afectivo, y bastaría con mirar a los seres que amamos para que lo entendieran todo.
Ya a la caída de la tarde recordaré con dolor todo lo sucedido desde el viernes a mediodía cuando llegué a casa. Y como una colegiala asustada haré cientos de promesas: dejar de fumar, dejar de beber, dejar de sentir, dejar de amar, dejar de escribir...Mientras cuento las horas que quedan para que llegue el lunes, y los robustos brazos del metro me cojan en volandas y me lleven al cole.
Publicado en Ediciones Torremozas. Colección Ellas también Cuentan. I Antología de Relatos de Mujeres.
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