lunes, 12 de octubre de 2009

LA NIÑA DEL ACORDEON

LA NIÑA DEL ACORDEON



Rubén Kurin



Sus pequeños dedos se deslizaban por el teclado del acordeón, a la vez que su mano derecha inflaba y desinflaba el fuelle al compás de un desafinado "Danubio Azul", al que Strauss jamás hubiera imaginado tocado en ese instrumento y menos en el metro subterráneo de la ciudad de Buenos Aires.
Tenía, no más de ocho años, se llamaba Raquel. Por lo menos así decía un letrerito escrito con lápiz de color, sobre un parche pegado a modo de calcomanía en el instrumento. Había subido en la estación "Carlos Pellegrini", adonde se juntaban líneas, combinaciones, que iban o venían de todos los puntos de la gran ciudad, conectándose con terminales de trenes y colectivos provenientes del interior del país.

Su tristona cara, mostraba un sombrío gesto de sueño, de cansancio, de pereza... Sueño, cansancio y pereza que da la miseria, la pobreza. El fiel reflejo en esa linda carita de no haber comido, a pesar de ser ya las cuatro de la tarde.

Los pasajeros la mirábamos. Algunos con ternura, otros con indiferencia, pero nadie atinaba a poner su mano en el bolsillo. Era una persona más, de tantas que a lo largo del día cruzaban sus respectivos caminos pidiendo ayuda. Hubiera pasado totalmente inadvertida, si no fuera porque el tren hizo una brusca maniobra, soltándosele el acordeón de su hombro y cayendo al suelo junto con la niña.

Corrimos al lugar viendo que el golpe no era de importancia. Un joven la ayudó a levantarse y yo recogí el instrumento que había caído a su lado. Se había partido en dos. Raquel no se dio cuenta, estaba muy preocupada ocultando la vergüenza de los hechos y tratando de tapar como podía sus ropitas interiores tremendamente gastadas.

De pronto, miró al costado arrastrándose hacia lo que hasta ese momento hacía posible su sustento diario y rompió a llorar desesperadamente exclamando sin cesar:

- ¡Juan me mata, Juan me mata!.

El bólido llegó a "Estación Florida", donde paró con su clásico estruendo. Las puertas se abrieron dejando entrar y salir cientos de apuradas personas, que pasaban como autómatas sin darse cuenta de lo que allí acontecía.

Una señora bajó, acompañando a la niña, que no paraba de llorar. La seguimos un grupo de seis o siete personas. Yo llevaba aquel viejo instrumento, o lo que quedaba de él. Un guardia de seguridad intervino y haciendo las preguntas de rigor, redondeó:

- ¿Bueno, no te pasó nada verdad?. ¡Cuántas veces te dije que no pidieras en el tren... Bien señores a circular que aquí no pasó nada, por favor señores no obstaculicen el paso, es solo una pordiosera más!.

Eran las cuatro y media de la tarde. De repente en escena quedó, en una de las estaciones de trenes más concurridas de Buenos Aires... Solo una niña con un acordeón a piano roto entre sus brazos. En mi "Visón", solo eso veía. La imagen estaba rodeada de un halo de nubes blancas... A esa niña de ocho años, la imaginé: rubia, de ojos bien celestes, bien vestida y... Vi a mi hija cuando tenía esa edad. Me miraba, me sonreía y estirando sus bracitos me pedía protección...

- ¡Papi, papi!...

De pronto, las nubes desaparecieron y otra vez los gritos de la gente, que ahí estaban de nuevo, rodeando a un inútil solitario acordeón abandonado.

La pobrecita, aprovechando la discusión del guardia con la gente, corrió hacia las vías para terminar con su desdicha y con el miedo de enfrentarse a ese Juan, a ese desgraciado que hoy esperará inútilmente el dinero de Raquel.

Salí corriendo desesperado huyendo de aquel terrible cuadro. Busqué un teléfono de larga distancia, saqué de mi billetera una tarjeta. Marqué el número de mi hija en Estados Unidos... eran como mil cifras... daba libre...

- ¡Halo!- contestaron en inglés.
- Hola mi vida ¿Cómo estás?.
- ¡Papi, qué alegría, tenía unas ganas locas de hablar contigo!. ¿Cómo lo supiste?.

Hace diecisiete años fue una niñita igual a aquella, era la que había visto en lugar de Raquel sin poder hacer nada para ayudarla. Hoy una feliz mujer con un mundo bello por delante y gozando de oportunidades a las que aquella pobrecita que tocaba el acordeón, nunca pudo acceder.

Comencé a llorar, no sé bien por qué; podía ser de alegría al sentir la voz de mi hija o de dolor por tantos seres como esa niña que merecen también "la oportunidad".

Nota: La niña que toca acordeón en el tren, existe... y miserables como Juan también...



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