domingo, 1 de noviembre de 2009

ELLOS

ELLOS

Jéssica


Eran ellos. Durante 16 años había oído las leyendas (“historias de viejos”, como las llamaba mi tío) de mi abuela y ahora los tenía delante, con sus ojos huecos y fríos (helaban la sangre y todo lo que se les pusiera delante, joder, ¡incluso volcanes!). Ellos eran así, tan distantes y severos. Durante tantas y tantas noches, sentado al lado de la cocina de hierro que nos calentaba en las noches de invierno, oía las historias de mi abuela como si fueran cuentos de hadas, cosas que nadie cree. Porque son eso: historias de viejos.
De repente tuve mucho frío, noté cómo se partían mis labios y se congelaba mi piel (hasta pude notarla más blanca) y la niebla me arrebató toda la vista que tenía hasta entonces. Ya no los veía, ya no contemplaba sus miradas huecas. Pero sabía que eran ellos y que estaban ahí, esperando. ¿Esperando? Sí, quizá... Esperando al momento oportuno, al instante en que pudieran hechizarme para siempre. De pronto me sentí estúpido por no haber creído en lo que decía mi abuela.

Escuché un susurro, apenas audible, algo que se metió en mis oídos con mucha suavidad. Una sensación horrible y seca recorrió cada parte de mi cuerpo y de mi alma. Tenía miedo, miedo de verdad, MIEDO con mayúsculas. Logré acostumbrar mis ojos a la niebla e intenté moverme para buscar sus ojos, pero ellos sólo esperaban, pacientes, sigilosos, en silencio.

“Tienen cavernas, no ojos. ¡Tienen auténticas cavernas con bichos dentro!”, resonaban en mi cabeza las palabras de la abuela, claras y temerosas, llenas de realismo. Pero yo ya no veía sus ojos, era como si ya no los tuvieran, como si los hubieran escondido. “Cuando te miran con esos ojos, cuenta la gente que pasa una ráfaga de niebla, salida de la nada, y empiezas a tener frío, un frío que cala los huesos y te paraliza todo el cuerpo”.

También podía escuchar cómo bromeaba mi padre acerca de las palabras increíbles de mi abuela, llamándola inocente y diciendo que esas cosas eran las que se contaban en los bares a altas horas de la noche y con bastante alcohol en el cuerpo. Sí, eran historias de viejos. Yo era un niño, un inocente niño que escuchaba atento las cosas que decía la abuela. Hacía años que había dejado de creerla, porque los adolescentes no creen en esas cosas, son cosas de viejos locos, de viejos borrachos.

Por fin se fue la niebla y pude volver a verlos, allí parados, sin ojos (o por lo menos es lo que me parecía), sonriendo. Eran sonrisas de terror, de auténtico terror. Me recordaban al payaso It (¡cómo grité yo con esa película cuando tenía doce años!), pero sin maquillaje y sin peluca. Parecían fantasmas, su piel transparentaba en la oscuridad y no estaba seguro de que tuvieran huesos. Eran ellos, ¿pero qué eran?. “Nadie sabe lo que son, ni de donde salen, pero mucha gente los ha visto, no miento”, fueron las últimas palabras de la abuela. “No mientes, abuela, ya lo sé.

Joder, ¡claro que no mientes, si los tengo delante de mis narices!”. Había algo que ella no me había contado, algo que quizá no sabía: la sangre. Tenían sangre. Sangre roja y vibrante que brotaba de sus labios, como por arte de magia. No tenían llagas ni heridas en la boca, pero aquello era sangre, estaba viva y brillaba a la luz de la Luna. Uno de ellos se pasó la lengua por los labios y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, de arriba abajo, sacudiéndome por completo. Vi su cara cuando la lengua volvió dentro de la boca y supe que la estaba saboreando, lenta y suavemente. Saboreaba la sangre y le salía mucha más por las comisuras de la boca.

El reloj de la Catedral dio las doce, como en las películas de miedo. Intenté correr, escapar, olvidar todo aquello y olvidarles a ellos, pero no sirvió de nada. Era demasiado tarde. Intenté gritar, suplicarles, “Sólo soy un chico de 16 años, dejadme en paz”, pero las palabras se paralizaron antes de que llegara a pronunciarlas. Después hubo un momento de vacío, en el que no noté nada; ni dolor, ni miedo, ni frío.

El mundo dio un vuelco y se volvió gris y negro, árido y triste. Ibamos en grupo y salíamos una vez al año, con nuestros ojos huecos y fríos. Éramos invisibles para casi todo el mundo. Pero cuando alguien nos veía, recordaba aquella vez en que me di cuenta de que eran ellos.

Encontré este horrible testimonio enterrado entre los libros viejos de la casa, pero no tenía fecha ni firma. Me había criado sin saber apenas nada sobre las leyendas que rondaban en torno a cosas como esta, y quise averiguar de qué se trataba. Los únicos que lo sabían eran las personas mayores, aquellos a los que muchas veces la gente de hoy olvida en asilos o en pueblos aislados con sus “historias de viejos”. Me contaron cosas espeluznantes, y poco a poco fui descubriendo quiénes eran “ellos”.

En la actualidad la mayoría de los gallegos ha oído hablar alguna vez de la “Santa Compaña”. Son almas que salen una vez al año, en Semana Santa, con el traje típico (el sombrero de cuerno ese tan grande, ja ja ja)y son invisibles para los demás. Pero los que logran verlos están condenados a vagar con ellos portando la cruz, como una especie de castigo (o de juramento, como se le quiera llamar). Visto así suena frío y poco creíble, pero yo llegué a creerme lo que decía este chico. No sé si te lo creerás tú, te lo mando con todas mis esperanzas. Un abrazo de tu periodista madrileña favorita. Rita.



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