domingo, 1 de noviembre de 2009

EL TEJADO

EL TEJADO



DESDE LA PERSPECTIVA DE UN GATO


Juan Carlos Vásquez Flores



A temprana edad me trajeron aquí, un hogar de clase media, unos esposos muy arraigados a las tradiciones. Sus traviesos dos niños me halaban la cola y me bañaban con agua fría.
Me pusieron el nombre de Alfonso y me tiraron al patio con un perro que me odiaba. La comida nunca me faltó, aunque mi plato más apetecible eran las iguanas que caminaban por los árboles frutales.

Como pude crecí, entre peleas callejeras y contratiempos, con un ojo infectado producto de un ataque de uñas.

Desde el tejado veía la vida, escenas extrañas. Desde el tejado veía la vida, escenas extrañas. El hijo del dueño incursionando con alguna mujer al cuarto. La fascinación de la señora de deambular desnuda por la casa, todo ello para posarse frente al espejo y actuar como si caminase, con pericia, sobre una pasarela.

Del cuarto de Oda, su hija menor, brotaba un horrible olor que la dejaba postrada, mirando sus cuadros como perdida en el tiempo. Pero lo que de verdad era amenazante era el idiota vecino lanzándome piedras, aunque fue allí, en una huida y después de correr sobre una decena de casas que le ve. Sus pelos eran como algodones, sus ojos azules.

Después de unos maullidos nerviosos nos sentamos a ver la luna. En la mañana fuimos al parque a comer del pasto, un remedio alucinante. Aquella gata me había demostrado que el éxito tenía dos clases de apetitos, pero muy dentro de mi reconocía que su hambre era otra. Halagos, adulaciones, caricias.

No regresé a la casa en tres días, pero Pablo, el hijo de mi dueña, fue por mí. Desde luego tenía que llevar una vida ejemplar, pero no podía ser la misma que él conocía. Encerrado comencé a quejarme con maullidos insoportables, oriné toda la casa, no tuvieron más remedio que volver a soltarme.

No había ido conscientemente, pero el destino tampoco podía ir eligiendo. Ella salió alegre, pero detrás le siguió el dueño que bajándose rascó mi espalda y me ofreció comida. En un costado, de repente vi un ratón, corrí y me desplegué en esprintada veloz para capturarle, al hacerlo no lo maté de inmediato, para presumir delante de ella.

Luego ambos preferimos el bocado de su amo.

Comimos, ella estaba de excelente humor, pero al corto tiempo me provino una náusea y desmayé. Al despertar estaba frente a un veterinario en una clínica para animales, cerca, mi familia preocupada.

Fue un envenenamiento fortuito, no volví a verla por más que trataba de hacerlos entender. Nadie comprendía mi solicitud.

Cerca, a un costado, un gato negro de gran tamaño paseaba una media dentro de su jaula, rememoraba algún apareamiento. Otra escondía sus crías en unos huecos improvisados.

Me llevaron de vuelta a la casa, me dieron alimento para gatos y me destinaron una pelota de goma para que todo el día me divirtiera. Mi cuerpo era un juguete, una textura aterciopelada la cual acariciar. Sus idiotas rostros me hacían muecas e imitaban con sus voces mi ronronear, yo tenía que parecer dócil y pasar por sus piernas acariciándolos.

De noche tenía que cazar algún roedor para que el jefe de la casa dejara la amenaza de matarme. Engordé en demasía de tanto dormir en un almohadón de plumas que me regalaron el día de mi cumpleaños. Al despertar solo recordaba el tejado, mi pasión nocturna prohibida, en donde podía ver tantas cosas. Desde una hermosa gata hasta una figura paranormal.

Animas desprendidas de los padres de mis amos. La muerte cuando venía por alguien de esta calle. En toda ocasión trataba de ahuyentarla por lo que hacíamos ruidos en conjunto. Los humanos solo pensaban en salir gritando para que nos calláramos.

Al fin y al cabo tendría que esperar, algún descuido llegaría para escapar y no regresar, mientras tanto seguiría robando de la cocina algo mas sabroso que aquel alimento químico que repugnaba.

Seguiría durmiendo en sus camas durante sus ausencias, mordiendo al bebé en la distracción.

Volvería al tejado, a esas noches donde no tenía que subir la cabeza para ver al mundo. Desde el suelo nuestra perspectiva es más vulnerable. Arriba tenemos las armas de nuestros misterios y nos volvemos peligrosos.



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